Por Ricardo Oviedo
Nuestro País se encuentra sumido en un profundo luto. La alegría que caracteriza a su gente, esa calidez y hospitalidad que la hacen brillar en el mundo, se ha visto empañada por una tragedia que ha arrancado 221 vidas.
El bullicio vibrante de la capital ha sido reemplazado por un silencio frío y doloroso, un reflejo del sufrimiento que embarga a toda la nación. En este contexto de dolor colectivo, la exigencia de justicia es un clamor unánime y legítimo.
Comparto plenamente la necesidad de una investigación exhaustiva y un castigo legal para los responsables de esta catástrofe.
La pérdida de tantas vidas no puede quedar impune. La justicia debe ser implacable para honrar la memoria de los fallecidos y brindar consuelo a sus familias. Como alguien que ha experimentado de cerca el vacío que deja la pérdida de seres queridos, comprendo profundamente la intensidad de este anhelo de justicia.
Sin embargo, en medio de este torrente de dolor, emerge una voz que invita a la reflexión, una voz que se niega a sembrar odio.
La postura expresada en el texto original nos confronta con una pregunta crucial: ¿cómo canalizamos nuestra justa indignación sin caer en la polarización y la destrucción moral?
Es fácil, en momentos de angustia, buscar un chivo expiatorio, un rostro visible sobre el cual descargar la frustración y el dolor. En este caso, la figura de Antonio Espaillat ha surgido en el debate público. Pero, como bien se señala, Espaillat no es un agente externo de destrucción. Es un empresario dominicano, parte de nuestra sociedad, que durante décadas ha generado empleo y oportunidades. Esto no lo exime de su posible responsabilidad, la cual debe ser determinada por las investigaciones y los tribunales.
La línea entre la exigencia de justicia y la instigación al odio es delgada y peligrosa. Arremeter con odio y resentimiento contra alguien que ya carga sobre sus hombros el peso de una tragedia de esta magnitud no contribuye a sanar las heridas del país.
Destruir moralmente a una persona, independientemente de su posible culpabilidad, no devuelve las vidas perdidas ni fortalece el tejido social.
La justicia que anhelamos debe ser una justicia basada en la ley, en la evidencia y en el debido proceso. Debe ser una justicia que busque la verdad y establezca responsabilidades , sin sucumbir a la venganza ciega y destructiva. El temor expresado en el texto, de que la saña que hoy se dirige hacia un individuo o un grupo pueda mañana volverse contra otros, es una advertencia que debemos tomar en serio.
La República Dominicana necesita sanar, y la sanación no se construye sobre el odio y la división. Necesitamos unirnos en solidaridad, ofreciendo apoyo a las familias afectadas y trabajando juntos para reconstruir la confianza y la esperanza. La exigencia de justicia debe ir de la mano con un llamado a la calma, a la razón y a la preservación de los valores que nos definen como dominicanos: la calidez, la hospitalidad y, en última instancia, la capacidad de superar la adversidad con entereza.
En este momento crucial, el camino a seguir no es el del odio y la confrontación, sino el de la justicia serena y la solidaridad nacional. Que la memoria de los fallecidos nos impulse a construir un futuro donde tragedias como esta no se repitan,.