RD en el Jet Set: Un pueblo roto, una nación que se levanta

Me preparaba para salir de viaje el martes 8 de abril por compromisos oficiales de la Dirección General de Aduanas en Nueva York. Aún no era la 1 de la madrugada cuando una llamada telefónica me abrió las puertas a una tragedia nacional sin precedentes.

Conversaba con Eilyn Beltrán sobre otros temas cuando me dijo que Nelsy estaba atrapada en algo relacionado con el Jet Set. Tuvimos que cortar la conversación abruptamente. Extrañados, comenzamos a ver las redes sociales y recibir llamadas. En cuestión de minutos, el país entero parecía haberse sumido en una película de terror.

La respuesta de preocupación, solidaridad y acción por parte de todo un pueblo es algo que, en medio del dolor, la rabia, la impotencia y la destrucción, no debemos olvidar. Esa misma madrugada ya estaban en el lugar los equipos del COE y de la DAEH bajo la dirección del Mayor General Méndez, Victor Atallah por Salud y Eduardo Estrella de Obras Públicas —quien jamás pudo imaginar lo que vería en las horas siguientes—. Carolina Mejía y todo el equipo de la Alcaldía del Distrito Nacional estuvieron allí. El Presidente, desde el primer momento, estuvo pendiente, y lo demostró no solo con su presencia en las primeras horas, sino también a través del Teniente General Fernández Onofre, Ministro de Defensa y del director de su gabinete.

Un cínico podría argumentar que era su deber estar ahí, que no es algo que merezca ser resaltado. Tal vez tenga algo de razón. Pero lo destaco porque lo viví. Porque lo vi en sus ojos. Vi el deseo genuino de convertir lo impensable en algo un poco más soportable. Y de lo que ningún incrédulo puede dudar es del inmenso valor y coraje de los rescatistas.

Comienzo por el Cuerpo de Bomberos del Distrito Nacional. Carolina me relató, con emoción visible, cómo un grupo de jóvenes voluntarios recién integrados vivieron esta como su primera gran emergencia. Y lo hicieron con valor admirable. Yo mismo vi, con mis propios ojos, las largas filas en el estacionamiento de la Dirección General de Aduanas, donde establecimos bancos de donación de sangre en un esfuerzo coordinado con el Hemocentro Nacional. Personas que aguantaron sol, calor y largas horas de espera con un estoicismo admirable. Querían ayudar.

Hablé con militares y policías que pasaron días sin dormir ni comer. Escuché la historia de un soldado que salvó la vida de una mujer atrapada bajo un escombro. Ella gritaba que algo le sujetaba la cabeza. El rescatista, con poca visibilidad, se dio cuenta de que era solo su cabello. Con una tijera, logró liberarla. Ambos salieron del lugar ayudándose mutuamente, pues a él ya se le dormían las piernas por el esfuerzo. El esposo de ella, lamentablemente, no sobrevivió.

Días después, Gloria me comentó que el personal de Supérate que colaboraba en el INACIF relató lo que se vivía con la llegada de los cuerpos. La logística para preservarlos, hacer las autopsias y entregar los certificados de defunción era abrumadora. ¿Cómo se le explica a un familiar en shock que la ley exige ciertos procesos? ¿Cómo se le dice a un hijo huérfano, a una viuda, a un padre destrozado, que normalmente se procesan seis cadáveres al día y que este evento trajo más de 200? No hay respuesta suficiente.

A todo esto se sumaron las redes sociales, colmadas de noticias falsas, ansiedad y desesperación. Yeni Berenice y todo el Ministerio Público hicieron grandes esfuerzos para preservar derechos incluso de quienes quizás ni lo comprendían. También es justo resaltar la labor de cientos de voluntarios que apoyaron con alimentos y agua para quienes sin proponérselo, dieron la cara por esta media isla.

Estamos tristes. Sufrimos. Y de esta tragedia debemos aprender. Debemos también establecer responsabilidades de todo tipo. La madrugada del 8 de abril vivirá para siempre como la marca de una gran desgracia en la historia de la República Dominicana. Pero también debe recordarse como la fecha en que el espíritu de nuestro pueblo brilló con más fuerza.

En cada gota de sangre donada.

En cada gramo de sudor de un rescatista.

En cada miedo enfrentado por un bombero que entró a las ruinas para salvar a otros, quizás arriesgando su propia vida.

En cada llamada del exterior ofreciendo ayuda.

En cada rodilla raspada por orar de rodillas pidiendo misericordia.

En cada acto de bondad.

En cada vecino que cuidó de los huérfanos, como uno que conozco, que asumió la custodia de dos niños venezolanos.

En cada ciudadano que dejó las calles despejadas para facilitar el rescate.

En cada lágrima.

En la empatía de nuestros líderes opositores, como Leonel Fernández y Abel Martínez.

En la determinación del presidente Luis Abinader.

En la sensatez de los comunicadores.

En la solidaridad de nuestros peloteros.

En la rabia de nuestros merengueros por la partida de Ruby.

En cada una de esas acciones hay una historia. Y también un anuncio de futuro.

La historia es la de una nación que se llama Dominicana. De un pueblo que enfrenta la desgracia con humildad, unidad y valor. Un pueblo que vencerá.

Con la misma alegría con que recibimos turistas.

Con la misma fiereza con la que hemos defendido nuestra soberanía.

Con la misma destreza con la que jugamos béisbol, baloncesto o voleibol.

Con la belleza de Amelia y Zoé.

Con la fuerza de los que no se rinden.

Que nadie permita que el pesimismo nos venza ni nos convenza.

Somos pequeños, pero grandes.

Humildes, pero valientes.

Y Dios nos ama, por eso nos puso en el centro mismo, en el trayecto del sol.

Hoy lloramos. Y es justo que lo hagamos. Pero nadie debe dudar de Quisqueya y de su gente:

Nos levantaremos. Porque en la sangre de los dominicanos late la fuerza de la esperanza. Y juntos, volveremos a construir el mañana.

E.sanz@aduanas.gob.do