Me fascina cuando leo o escucho a organizaciones empresariales o empresarios quejarse del maltrato y las críticas cotidianas a la libre empresa que se escuchan en programas de radio y televisión, porque en gran medida esos medios existen debido a su patrocinio y sus anuncios. Los financian publicitariamente en la ingenua ilusión de que así se libran de toda referencia. Ignoran que individualmente no son ni han sido sus blancos, sino el sistema y como ocurre bajo el chavismo que tanto exaltan esos programas, y todavía en Cuba, basta con desacreditar la iniciativa privada para estigmatizar todo lo que el modelo representa, es decir el lícito negocio y el lucro natural que del trabajo y la inversión resultan.
Una vez le pregunté a un publicista si no le mortificaba la idea de que en un programa muy popular privilegiado por la publicidad de sus clientes se les atacara tanto y se profirieran tantas vulgaridades y la respuesta me sacó de la inocencia. Con toda la naturalidad del mundo me respondió que ninguno de ellos los escuchaba y su agencia sólo les reportaba de esas emisiones las cosas que los tranquilizaban. La cuestión es que sí los escuchan y lo sorprendente es que al parecer poco les importa, porque esos programas tienen ratings ya que el morbo del público los tiene en la cúspide de audiencia, y ciertamente muchos anunciantes prefieren la tranquilidad que les garantiza estar a salvo de sus menciones.
Esa realidad ha convertido el ruido y la vulgaridad en el camino más expedito e idóneo para triunfar en los medios electrónicos. Esto explica la razón por la que la chercha y la irracionalidad le ganan espacio a los programas educativos y culturales que apenas sobreviven por falta de publicidad e interés de los anunciantes, a los que sólo les interesa el rating. Una audiencia que miden los mismos que colocan las pautas, en una oscura complicidad reñida con las leyes antimonopólicas.
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